MOMENTOS OLÍMPICOS MÁGICOS 41: LA FINAL DE MÚNICH 72, LA MÁS POLÉMICA EN EL BALONCESTO OLÍMPICO
Hay alrededor de una docena de medallas olímpicas que nunca se han llegado a entregar. Sus ganadores no las quieren y eso que el COI insiste cada año en hacerlas llegar a sus legítimos propietarios, quien no solo la rechazan año sí y año también, sino que alguno de ellos ha llegado a dejar por escrito en su testamento a sus herederos que jamás la acepten en el futuro. ¿Qué puede haber provocado semejante reacción?: la sensación de que dichas medallas, de plata, debieron ser de otro metal más preciado y que a sus poseedores les debería corresponder las de oro.
Ocurrió en la final masculina de baloncesto de Múnich 72. Los finalistas no podían ser más rivales, tanto como selecciones por la fortaleza de ambas, como por representar a dos naciones en plena guerra fría: Estados Unidos y la Unión Soviética. Los primeros nunca habían perdido hasta entonces ninguna final olímpica. Además de ser los inventores del baloncesto hacían gala de ser los dominadores. Pero la URSS de entonces no era ni mucho menos una perita en dulce, pese a haber perdido en cuatro finales olímpicas ante ese mismo rival. La tensión política de la época aumentó la presión de una final que, en cualquier caso, se presumía más disputada de lo previsto debido a la calidad del conjunto soviético y, no olvidemos, a que por entonces aún no podían formar parte del equipo olímpico estadounidense los jugadores de la NBA.
El recorrido del partido resulta ser siempre favorable al equipo europeo. Salta la sorpresa en la táctica del seleccionador americano, Henry Iba, quien exhibe un juego excesivamente defensivo, en contraste con el de sus rivales, que adoptan la táctica contraria. Los soviéticos, de esta manera, se ponen enseguida por delante del marcador, sin problemas durante todo la primera parte, llegando al descanso con una ventaja relativamente cómoda de cinco puntos. Tras la pausa parece que Iba ha entrado en razón y reconvierte su juego en uno más ofensivo, presionando a los aleros y realizando ataques en diagonal, lo que hace que su equipo se acerque en el marcador, pero los soviéticos siguieron conservando en todo momento la ventaja gracias a sus letales contraataques y llegan a obtener una ventaja de hasta diez puntos, aunque el cambio de táctica americano hace que se acaben acercando en el marcador. Todo pese a que durante la segunda mitad del encuentro EE.UU. pierde a dos de sus jugadores: a Dwight Jones, su estrella, por expulsión tras una pelea y a Jim Brewer por lesión.
Queda menos un minuto para que finalice el encuentro y los estadounidenses logran colocarse a tan solo un punto de sus rivales. La posesión es de los soviéticos, pero Doug Collins logra robar el balón, consiguiendo dos tiros libres. Es la jugada determinante, a falta de poquísimos segundos. A partir de ese momento se sucede una suerte de pandemónium que, a día de hoy, realmente no ha sido resuelto. Para empezar, Collins aumenta la confusión al anotar sus dos tiros libres. Ello hace que se dé la vuelta al marcador y, en los pocos segundos que quedan, no le quede más remedio al equipo entrenado por Kondrashin de marcar si quiere ganar la final. La URSS pone el balón en juego pero no consiguen anotar en la corta posesión que tenían hasta el final del partido. Se desata entonces la confusión, seguida del caos. Primero, la euforia del equipo y seguidores estadounidenses, que llegan a invadir la cancha. A continuación, la protesta formal del equipo soviético, que reclama haber pedido tiempo muerto entre el lanzamiento del primer y segundo de los tiros libres –según estipulaba el reglamento-. El mismísimo presidente de la FIBA, William Jones, baja desde el palco para intentar aclarar el entuerto y declara que ha de repetirse la jugada. Algunos alegan que Jones llegó a esta decisión debido a la invasión de campo, otros a que el marcador se quedó parado tras poner el balón en juego después de los tiros libres norteamericanos. Se vuelven a jugar los segundos finales y los soviéticos consiguen anotar. Disponían de solo tres segundos, suficientes en un deporte como el baloncesto. La jugada, ya histórica, se desarrolló así: saca el balón de banda Ivan Edeshko lanzando un pase larguísimo hacia la canasta, donde esperaba su compañero Alexander Belov, quien logra deshacerse de dos contrarios y anota. 51-50 para los soviéticos.
Es entonces cuando se da la vuelta a la euforia desatada pocos minutos antes. En esta ocasión impera en el banquillo soviético. Los perdedores apelan, naturalmente, pero pierden en la comisión por la mínima de nuevo: tres votos contra dos. Curiosamente, los tres votos favorables a los soviéticos provienen de los miembros de Cuba, Polonia y Hungría, algo cuanto menos sospechoso.
El equipo norteamericano tomó la decisión de no subir al podio y de nunca reclamar unas medallas de plata que despreciaron en su momento y que siguen esperándoles. El botín -las medallas- del que algunos denominaron como “robo del siglo” descansa, irónicamente, en una caja fuerte en Suiza.