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EL RACISMO EN LOS JUEGOS OLÍMPICOS: LAS BOCHORNOSAS “JORNADAS ANTROPOLÓGICAS”

Todos somos conocedores del llamado “espíritu olímpico”, que implica una serie de principios y valores que aspiran realizarse en su máxima representación: los Juegos Olímpicos. Pero, desgraciadamente, esto no siempre fue así. Es más: al menos una edición de los Juegos guarda una mancha que ni el paso del tiempo (más de cien años) podrá borrar. Se trata de racismo en estado puro, creado, consentido y hasta animado en la organización de la edición celebrada en 1904 en San Luis (Estados Unidos).

Aquella era la primera edición fuera de suelo europeo. Los Juegos se universalizaban cada vez más aunque, paradójicamente, la de San Luis fue la edición con una menor representación de países en la historia de los Juegos –compuesta sólo por un centenar de atletas extranjeros venidos de Gran Bretaña, Grecia, Alemania, Hungría y Noruega-. San Luis 1904 quedará manchada para siempre por contener en su programa unas “Jornadas antropológicas” las cuales, lejos de aportar ciencia al deporte, lo tiñeron de vergüenza. Las mismas consistían en competiciones al margen del calendario oficial en las que competían no deportistas, sino una representación de lo que quisieron denominar como “seres primitivos”, componentes todos de razas a las que los organizadores les dio por considerar inferiores a la blanca. En concreto fueron indios crow, sioux, pawnee, navajo, cocopa y Chippewa; ainu de Japón, sirios, zulús y pigmeos africanos, “patagonios de América del Sur”, moros, filipinos e igorots.

Se trataba de un espectáculo, a todas luces bochornoso, al que el público acudía para burlarse y carcajearse de las torpezas de los contendientes, pues se les sometía a pruebas totalmente nuevas para ellos, como el lanzamiento de peso. La auténtica pretensión era mostrar las capacidades físicas de los “indígenas” mostrando una supuesta inferioridad de éstos frente a la raza blanca y establecer un reparto de razas en la escala evolucionista. Algo que, pasados cien años, nos parece un sinsentido. La competición se desarrolló durante dos días. En el segundo se les sometió a pruebas más “salvajes”, como el tiro con arco que, paradójicamente, acabaría incorporándose al calendario olímpico.

El bochorno se realizó a sabiendas de Pierre de Coubertin que, no obstante, se sintió molesto con la idea, aunque lo calificó en principio únicamente de “travesura de país joven”. Más adelante debió de quedar impactado por el grado de crueldad en la burla y lo tachó de “mascarada ultrajante”. Sin embargo, no se paró la celebración de las indignas Jornadas antropológicas. Curiosamente, el propio Coubertin profetizó entonces que en un futuro negros, amarillos, etc. aprenderían a dominar los deportes y, llegado ese momento, incluso humillarían al hombre blanco. Profecía que sin duda se ha cumplido.

Pero el mejor tortazo a este espectáculo bochornoso fueron las medallas conquistadas en esos mismo Juegos por George Poage, un atleta experto en las vallas (en 200 y 400 metros) que se convertiría en el deportista que inauguraría una ya larguísima lista: la de atletas negros ganadores de medallas olímpicas. Poage no se sumó al boicot que realizaban muchos de sus compatriotas negros, debido a la celebración de los Días Antropológicos. Hizo bien, pues seguro que a los cerrados de mente racistas que idearon ese bochorno les dolió sobremanera el éxito de Poage, por lo demás, hijo de esclavo.

El racismo no se limitó a la lejana edición de San Luis 1904. Todos recordamos la politizada edición de Berlín 1936, en la que la demostración de la superioridad de la raza aria acabaría dándose otro bofetón personificado en el atleta afro-americano Jesse Owens, gran vencedor de esa edición. Y antes que la edición de Berlín un atleta aborigen norteamericano se convirtió en el rey de los Juegos de 1912, celebrados en Estocolmo. Hablamos de Jim Thorpe, quien salió victorioso en el decatlón y el pentatlón. Thorpe, a pesar –o precisamente por ello- de sus éxitos en Estocolmo padeció racismo. Su propio Comité Olímpico nacional se chivó de un pago de 70 dólares por haber jugado al béisbol. ¿Resultado?: le privaron de sus medallas, dadas las estrictas normas de amateurismo que entonces había en vigor.

En esos mismos Juegos de Estocolmo tuvo lugar otra sangrante injusticia cometida por tener cierto color de piel: el estadounidense Howard P. Drew, el mayor velocista del momento, no pudo participar en su prueba de los 100 metros ya que su entrenador lo encerró en su cuarto, afirmando que estaba enfermo. Dicen que llegó a decir: “Prefiero que gane un extranjero que un negro, aunque sea de mi equipo”.

Tras estos capítulos bochornosos –muchos de ellos, desconocidos para el gran público- que también forman parte de la historia olímpica, la situación ha dado un giro de 180º, pudiendo afirmarse que desde entonces hasta ahora si hay una celebración en el mundo que se puede jactar de igualdad es la de los Juegos Olímpicos, donde ya no impera más dominio que el logro al que pueda llegar un deportista por sí mismo, independientemente de su raza.

Foto de St. Louis Public Library
Foto de St. Louis Public Library

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