MOMENTOS OLÍMPICOS MÁGICOS 8: LA AUTÉNTICA HEROÍNA DEL MARATÓN DE LOS ÁNGELES 84
El momento más emotivo de los Juegos de la XXIII Olimpiada celebrados en Los Ángeles en 1984 no tendría de protagonista a ningún vencedor, sino a alguien que quedó en 37º lugar. Se disputaba por primera vez la maratón femenina. En esa primera edición sólo competirían 50 participantes. La ganadora –poco nos importa en este caso- fue la atleta local Joan Benoit que sacó más de un minuto a la favorita, la noruega Grete Waitz.
Pero el mayor recuerdo que quedó impreso en las retinas de todos los espectadores, tanto los del estadio olímpico como los millones que seguían la transmisión televisiva, ocurrió una veintena de minutos después de que Benoit cruzara la línea de meta. En ese momento se vio entrar en el estadio a la suiza Gabriela Andersen-Schiess, una instructora de esquí pero con bagaje en esta prueba olímpica, nueva para las mujeres. El año anterior había ganado el maratón internacional de California y el de las Ciudades Gemelas, celebrado en Minneapolis.
Las altas temperaturas le habían jugado una mala pasada a la suiza. La humedad llegaba al 96%. Más tarde declararía que no había llevado a cabo el entrenamiento adecuado de aclimatación. Es por ello que hacia la mitad de la carrera empezó su bajón físico, agravado al haberse pasado un puesto de avituallamiento de agua.
La imagen de Gabriela estaba lejos de parecer la de un atleta de élite de categoría olímpica: se arrastraba con su gorra blanca ladeada, le colgaban los brazos, era incapaz de seguir una línea recta…Los metros finales de la carrera, que requieren tradicionalmente una vuelta al estadio, se hicieron eternos no solo a ella, sino a todo el público que la observaba con el corazón en vilo: unos largos cinco minutos y 44 segundos le costaron a Andersen-Schiess.
El equipo médico enseguida se acercó a auxiliarla, pero ella les apartó con manotazos en el aire, pues de haberlo hecho Gabriela habría sido inmediatamente descalificada. Como pudieron comprobar que la suiza aún sudaba -síntoma de que aún tenía reservas y no era probable un golpe de calor que le hiciera perder definitivamente el conocimiento- obedecieron sus deseos. Eso sí: en cuanto cruzó la línea de meta fue inmediatamente atendida. Dos horas más tarde ya estaba recuperada y sólo cuatro días después disputaría otra carrera.
La atleta suiza, detentora de los récords nacionales suizos de los 10.000 metros y la maratón, tenía 39 años cuando corrió esa mítica maratón olímpica. Sabía por ello que aquella sería su última –y primera- oportunidad de acabar una carrera olímpica. De ahí en parte su fuerza de voluntad en acabarla, costara lo que costara.
Las imágenes dieron la vuelta al mundo. Son ese tipo de momentos que ponen la carne de gallina, incluso vistos una y mil veces y a distancia de los años. Son una prueba más de que los deportistas están hechos de otra pasta y que ser olímpico es, con diferencia, el logro más grande que pueden alcanzar. Gabriela sacó fuerzas de flaqueza y no logró medalla alguna, pero sí el reconocimiento y respeto de todo el público por su entrega. Se hace imprescindible –si no se ha hecho ya- contemplar los metros finales de la atleta suiza para entender una prueba más del espíritu olímpico.